martes, 27 de diciembre de 2016

“El viento sabe que vuelvo a casa” (2016): Descubrimiento de lo inexplorado


La confrontación realidad-ficción es una de las piedras angulares que muchos críticos han tomado para poder hablar del cine documental. Desde el supuesto de que lo documental debe estar ceñido exclusivamente a la realidad, se realizan análisis de obras, dotándolas de valor desde esa configuración. Por lo mismo, cuando alguna obra audiovisual no se encuentra dentro de esas casillas, llama a la revisión y el debate. “El viento sabe que vuelvo a casa”, la más reciente película de José Luis Torres Leiva, se encuentra circunscrita en ese ámbito: Una historia que desde la supuesta búsqueda de actores para el casting de una película, nos permite recorrer la verdad y por qué no decirlo, la intimidad de las personas que se entrevistan. Todo esto, en el marco de la isla de Meulín, en el sur de Chile, un territorio que para la mirada más centralista, sigue siendo inexplorado. Una porción del país que aún no se conoce, con seres humanos que difícilmente podemos encontrar en el cotidiano, y que Torres Leiva, a través de su filme, hace que se vuelva un poco más familiar.



Con esto, nos enfrentamos a dos polos de análisis: por una parte, la pertinencia de un documento audiovisual que en su base habla desde lo falso; Ignacio Agüero interpreta a un cineasta que busca actores para un proyecto cinematográfico que jamás se realizará, pero que sin embargo, en su recorrido va encontrando testimonios y formas de hacer que son reales. Es decir, el contexto para el documento que veremos como espectadores es falso, pero la respuesta a ese contexto es real. Los entrevistados, habitantes de la isla, hablan desde lo que conocen y exponen su realidad. La sorpresa y encanto de los espectadores al enfrentarse a la obra, también lo es.


¿Es la respuesta de los entrevistados en este caso una reacción acomodada al contexto? Al respecto, Bill Nichols señala “Puesto que el documental no aborda el espacio ficticio de la narrativa clásica, sino un espacio historiográfico, prevalece la premisa y asunción de que lo que ocurrió frente a la cámara no se representó en su totalidad pensando en la cámara. Habría existido, los acontecimientos se habrían desarrollado, los actores sociales habrían vivido y se habrían representados a sí mismos en la vida cotidiana con independencia de la presencia de la cámara” . Asumimos que es real porque la dinámica lo permite, pero también porque en el recorrido comenzamos a conocer a los personajes y de alguna forma sabemos que lo que nos transmiten viene de sí mismos. Sin embargo, el mismo Ignacio Agüero en una entrevista reciente nos advierte: “En el cine nada es verdad, pese a que al mismo tiempo hay una referencia al mundo real y al mismo tiempo está proponiendo otro mundo” . Es una realidad filtrada por la visión del director y su montaje, sin que eso elimine el valor de lo que estamos viendo.


Otro polo relevante en esta obra es el ejercicio realizado por Torres Leiva al traer a nuestro imaginario un territorio que como se señaló anteriormente, sigue apareciendo como un lugar sin explorar. Remitiéndose a las epopeyas clásicas, el protagonista se embarca para conocer el mito, pero también para instalar uno propio; la historia que pretende filmar se basa en un cuento inventado por Torres Leiva, acerca de una pareja que escapó de la isla sin que se volviera a saber de ellos. Más allá del esfuerzo del protagonista por hacer creíble su historia para los habitantes de la isla, lo que va conformando es un corpus de historias que parecen sacadas de cuentos folclóricos. Aquí, las personas entrevistadas cumplen un rol fundamental, permitiendo desentrañar el misterio del lugar donde viven. Sin embargo, esta entrega y esa apertura a dar a conocer sus sentimientos no sería posible si no lo hicieran desde el lugar que les es más familiar: sus propias casas.


No es casual que prácticamente todas las entrevistas de este documental se realicen en las casas de las personas. Salvo uno de los casos (que al final, de todas formas vemos caminando por el campo hasta su refugio), todas las entrevistas se desarrollan en los lugares que habitan.

Bachelard señala que “La casa es nuestro rincón en el mundo, es –se ha dicho con frecuencia- nuestro primer universo”  y continúa diciendo “En esas condiciones, si nos preguntaran cuál es el beneficio más precioso de la casa, diríamos: la casa alberga el ensueño, la casa protege al soñador, la casa nos permite soñar en paz” . Los entrevistados tienen esa relación, nutren sus recuerdos desde el lugar que habitan e incluso, cuando no están en ella, la añoran. Generan esa relación para hablar de sus obsesiones y de esa forma, cada casa se transforma en un microcosmos. Por lo tanto, lo que Torres Leiva y su protagonista nos traen de vuelta no es solo la hermosa isla de Meulín y sus habitantes, sino que también, una decena de pequeños universos que conforman el lugar. Desde acá, los espectadores estamos lejos de poder apropiarnos de ellos, pero finalmente, logra poner en el mapa mental la existencia de personas que eventualmente pueden pensar distinto a nosotros, pero que forman parte de la misma idiosincrasia.



El documental, desde su técnica y sus posibilidades, nos permite aprehender el entorno de una manera que mediante otros medios, no hubiésemos podido conocer. Opera como una ventana hacia el mundo externo, hacia lo que comprendemos como el mundo real, pero también nos permite hacer un recorrido hacia el interior y hacia lo que somos. El trabajo de Torres Leiva en este caso se convierte en el gran recopilador de historias, reconociendo que cada pueblo y cada comunidad tienen una poética específica, una forma de enfrentar la realidad y de transmitirla que es propia de cada lugar. En un país como el nuestro, en donde eso se profundiza tanto por lo extenso del territorio como por la multiplicidad de orígenes que se presentan, resuena como una forma de levantar y conocer el lugar que habitamos, para apropiarnos del él y recobrar el sentido que Gabriela Mistral le da en el prólogo de “Chile o Una Loca Geografía” La tierra siempre fue el Gran Ídolo, como que ella es la bandeja en que se asientan todas las demás adoraciones humanas.



(Texto presentado en el Diplomado de Teoría y Crítica de Cine, Pontificia Universidad Católica de Chile, diciembre de 2016)

martes, 18 de octubre de 2016

Aquí no ha pasado nada (2016): Los objetos en el espejo están más cerca de lo que aparentan

Hace poco, el filme “Aquí no ha pasado Nada” de Alejandro González Almendras, fue nominado por el Ministerio de Cultura como el representante de Chile para los Premios Goya, mientras que para los Oscar, la elegida fue “Neruda” de Pablo Larraín. Esta nominación resulta sintomática, considerando que ambos filmes se estrenaron con pocas semanas de diferencia. Mientras “Neruda” apela a un tipo de cine más comercial y digerible, “Aquí no ha pasado nada” se revela como un termómetro de la conciencia nacional en torno a los temas que más nos están preocupando como sociedad. Su presentación en los Goya, un premio de absoluta importancia pero mucho más local, nos habla del sentido que tiene este filme como muestra del cine que se está realizando en nuestro país, y hacia donde está caminando la producción de filmes en Chile.



“Aquí no ha pasado nada” se enmarca en las películas que responden a la crónica roja y la contingencia en la que nacen, un poco retomando ejemplos del Nuevo Cine Chileno, como “El Chacal de Nahueltoro”. Su primera imagen, un plano secuencia que sigue a Vicente, su protagonista, nos habla del laberinto en el que tendrá que moverse este personaje desde que se ve involucrado en el accidente que mata a un pescador local. Este pie, sin embargo, no busca la empatía. En un filme donde todos son culpables de alguna forma, el espectador se ve obligado a guardar una conveniente distancia. “Aquí no ha pasado nada” es una película sin héroes, precisamente porque su director está más interesado en mostrar esa falta de interés, esa distancia que tienen los protagonistas con todo lo que les rodea y que no pertenece al mundo, a la burbuja en la que se mueven.




Curiosamente, es lo que no se ve en este filme lo que genera la mayor tensión. El accidente al que se enfrentan pasa a ser una anécdota de la que todos los protagonistas quieren librarse. El conflicto, el miedo de los protagonistas se encuentra fuera de su campo de visión, y desde ahí es transmitido a los espectadores, efecto que es ampliamente conseguido por el director Fernández Almendras. Esto se condice con lo que señala Bonitzer, al decir que “lo que simplemente quiere el cine es que lo que tiene lugar en la contigüidad del fuera de campo tenga tanta importancia desde el punto de vista dramático –e incluso a veces más- como lo que tiene lugar en el interior del cuadro. Lo que está dramatizado es todo el campo visual”[1].  


Fernández Almendras expone a sus personajes y nos obliga a adentrarnos en su interpretación de las cosas. Ese es uno de los puntos más interesantes de este filme. Acostumbrados como estamos a ver películas “basadas en hechos reales”, asumiendo que las cosas en la vida real sucedieron como se cuentan, Fernández Almendras presenta una interpretación de los hechos, haciéndose cargo del rol del cine y haciendo eco de que algo que Bonitzer también nos dice más adelante “la pantalla no es una ventana abierta al mundo, sino una superficie de registro. La profundidad de campo no es un horizonte abierto, es una distribución de planos. La mirada cree hundirse, recorrer un espacio abierto y libre, como se podría abrazar, desde lo alto de un balcón, un paisaje, pero no hace en realidad más que barrer una superficie limitada- la de la pantalla- a partir de un punto de vista rígido y bloqueado”[2].


“Aquí no ha pasado nada” expresa su contemporaneidad no sólo a través de su temática contingente, sino que también a través del uso de tecnologías, que se ven potenciadas a través de la intertextualidad y el uso de referentes como twitter y los medios de circulación nacional. Es cine del cotidiano, de lo inmediato, pero no hecho a la rápida. Habla de su tiempo y nos entrega una respuesta mucho más vertiginosa que lo que veíamos antes. El crimen de Martín Larraín ocurrió hace dos años y ya tenemos una película. La inmediatez de la información es algo que no vivíamos hace 10 años. El cine de Fernández Almendras responde de la manera en que las nuevas generaciones viven el mundo.

Este cine independiente, hecho con pocos recursos - su director señala que el rodaje se realizó en 10 días, en casas de amigos de la productora – opera como contraparte de las obras que vimos durante el Novísimo Cine Chileno. Un tipo de historia que se remitía de alguna forma a la realidad que se estaba viviendo en Chile post-dictadura, sin que esta tocara los eventos. En este filme de Fernández Almendras, ésta tampoco está presente, pero si se advierte la forma en la que se maneja el poder en la clases más acomodadas, una herencia de esa época de nuestra historia. De alguna manera, también es cine político, pero como señala Carolina Urrutia refiriéndose a otros filmes chilenos, “obedece a una concepción de lo político inscrito en una sociedad despolitizada, inmersa en una cultura de mercado y neoliberal, que exige pensar el cine desde otras categorías y otros materiales de expresión” y continúa “las narraciones, se concentran en lo individual, (en la ausencia de familia) en el ingreso a lo privado particularizando, en cada caso, una idea del mundo o al menos, una referencia al contexto y un dar cuenta del daño producido por la dictadura y por las nuevas lógicas capitalistas y neoliberales, asumiendo el lugar privilegiado que tiene el cine como puente entre la cultura, la historia y la política”[3]



Lo que Fernández Almendras hace en este filme es hablarnos desde lo supuestamente despolitizado para hacer una propuesta que tiene mucho más que ver con lo político (asumiendo este concepto como lo relacionado con la “polis” griega; lo que pasa en la ciudad) y lo público, pero enfocándose en un sector de la sociedad que nos es desconocido. Desde ese desconocimiento, el director nos interpela y nos provoca. “Es la película la que tiene que incomodarte”, señaló recientemente Fernández Almendras en un foro, y lo logra.

En su última escena, el filme nos muestra a la asesora de hogar entrando al lugar donde se ha desarrollado una fiesta, mucho tiempo después de los incidentes que dan cuerpo a la historia. Apaga la música, comienza a ordenar los platos y luego, apaga el fuego de las brasas de un asado con agua. Ese símbolo, con esta mujer que se parece tanto a nosotros poniendo los “paños fríos” en la gran celebración, es la forma en la que Fernández Almendras nos pregunta directamente que fue lo que hicimos para que este caso se fuese olvidando. En una sociedad que acepta el lento olvido (y el lento perdón) de todo, el cine de este director aporta y reestablece lo que se entiende como realidad, con sus claroscuros y sus circunstancias, obligándonos a mirarla de frente.






Bibliografía:
-          Pascal Bonitzer. “El Campo Ciego: Ensayos sobre el Realismo en el Cine”. Santiago Arcos Editor. Año 2007.
-          Carolina Urrutia. “Fabulaciones del Espacio y la Tensión de los Cuerpos. Apuntes sobre tres filmes chilenos”. Disponible en http://campocontracampo.cl/textos/2



[1] Bonitzer, Pascal. “El campo ciego”. Pag. 69
[2] Ibid, Pág 83
[3] Urrutia, Carolina. “Fabulaciones del espacio y la tensión de los cuerpos. Apuntes sobre tres filmes chilenos”. Pag 4

lunes, 3 de octubre de 2016

La Noche de los Muertos Vivientes (1968): Terror en su estado natural

“La Noche de los Muertos Vivientes”, la primera película del cineasta George Romero, se estrenó en 1968. Deliberadamente filmada en blanco y negro, nos introduce desde sus créditos en un camino sinuoso. La cámara está puesta dentro de lo que parece un automóvil, y nos habla de lo que vendrá: el camino es solitario y desconocido para nosotros. La imagen no se explica por si misma; no así la música, que con tintes dramáticos, nos intenta incorporar en una historia de terror.

Al momento descubrimos que los protagonistas tienen la claridad de la que el espectador carece. Se dirigen al cementerio a dejar una ofrenda floral a la tumba de un padre que según señala uno de ellos “ya no recuerdan”. Su madre si, y por eso la obligación de ir a rendir los honores. Frente a la tumba del padre, se delinean los primeros antecedentes de la pareja. Son hermanos, y mientras ella mantiene una actitud más bien piadosa (se arrodilla para rezar), su hermano muestra más desfachatez y resolución. No cree en nada, y es desde ese escepticismo que se enfrenta a la primera presencia de un ser-no-humano. Iniciado el primer acto, la hermana se queda sola frente a un mundo que ella creía conocer pero que en realidad, le es completamente desconocido.



“Masson argumenta que para entender una película, para seguirla, debemos pasar a través de una serie de –podríamos llamar- portales. En cada uno de estos sucesivos portales preguntamos algo, o establecemos una hipótesis acerca del estatus o la identidad de aquello que estamos viendo y escuchando[1], señala Martin. El primer traspaso del portal lo hace tanto el espectador como la protagonista. En ese punto, ella deja de tener certezas y desde ese momento, tanto ella como nosotros nos enfrentamos a lo incógnito. Tanto dentro como fuera de la pantalla, estamos en igualdad de condiciones.

Resulta un alivio entonces que la protagonista encuentre una casa en medio del camino. La decoración sugiere la calidez del hogar, pero al instante descubre que no es así. Un cadáver femenino, roído y sanguinolento la observa fijo desde el segundo piso. Esto, y la presencia de animales embalsamados en una de las habitaciones nos remite de inmediato a otro clásico del cine, Psicosis (Hitchcock, 1960), la que parece ser un antecedente para la puesta en escena que estamos presenciando. Nos recuerda que las apariencias engañan, y en este mundo, esa información será más que necesaria para comprenderlo.




La aparición de Ben, un joven afroamericano, viene a sacudir las cosas. Desde el inicio, comprendemos que Ben es un sobreviviente, alguien que “viene de vuelta” y que parece tener más información sobre lo que está pasando. La casa se transforma en una isla, un refugio para ambos, que es fuertemente defendido por el joven. Afuera, la presencia de los seres extraños –les llaman “gul”- se sigue acrecentando y la tensión sube con el repentino descubrimiento de otros refugiados dentro de la casa, compuesto por una familia y una pareja que se han tomado el sótano, con miedo por lo que ocurre y sin esperanza en el futuro.


Pese a que existe interrelación entre los personajes, cada uno está librando una batalla personal. Esto se ve observa principalmente en la protagonista, Barbra, que frente a las dificultades cae en un estado de shock que no le permite articular acciones para resolver el conflicto. Se contrapone a Ben, quien busca formas de mejorar la situación en la que está. No es casual que precisamente en este caso, sea la joven blanca, virginal y bonita (se desprende que también es acomodada socialmente) quien no puede hacer frente a los conflictos, mientras que Ben, el joven afroamericano, no sólo lo hace, sino que también parece estar acostumbrado a hacerlo. Este detalle puesto aquí por Romero, nos habla de lo que va a pasar finalmente: provienen de mundos distintos, mundos que de otra forma no se hubiesen tocado. No hay amistad entre ellos, y no va a haberla tampoco.

A diferencia de su “Dawn of The Dead”, en este filme el director hace una crítica al consumo social de manera casi sutil. Mientras que en “Dawn of the Dead” la critica a los “zombies de mall” es frontal (“tal vez caminan por acá porque en este lugar fueron felices”), la crítica en “La noche de los muertos vivientes” se expresa a través de la antropofagia. La hermosa pareja conformada por Tom y Judy, quienes estaban escondidos en el sótano, son masacrados y devorados por los “gul”, después de morir quemados intentado huir. Los “gul”, errantes por el mundo producto de una falla humana, intentan apoderarse de lo que sea, “consumir” todo lo que tienen por delante, independiente de su belleza o de su bondad.

Los personajes de este filme se encuentran sitiados, sin futuro. En esas condiciones, el individualismo surge feroz, y sin empatía, todos parecen condenados a la muerte. Sin embargo, Ben, que a la vez es el único que logra ponerse en los zapatos del resto de sus compañeros, es a su vez el único que sobrevive a la masacre.

Martin nos vuelve a indicar que “Las películas no sólo reflexionan filosóficamente sobre imágenes-movimiento o imágenes-tiempo; en los movimientos, alternancias, transacciones y circulaciones que establecen, también filosofan sobre la eterna pregunta: que significa, y como se logra, que las personas se junten en comunidad y que hace que se separen”[2]. ¿Qué es lo que hace que los personajes en este filme se separen? La sobrevivencia, probablemente, pero históricamente la sobrevivencia de la especie ha estado dada por la vida en comunidad. Algo que lamentablemente el grupo de personas dentro de la casa desconoce, pero sus cazadores, tanto los “gul” como quienes llegan hacia el final de la película, conocen claramente.



La señal que nos da el final y créditos de la película nos llevan a la desesperanza. En un gesto que parece enfatizar esto último, Romero abandona la imagen móvil y nos muestra a través de fotografías el destino (terrible) de Ben. Es confundido con un gul, cazado por un grupo de personas, su cuerpo es arrastrado con ganchos y finalmente quemado en una pira. Ben es un personaje que no se encuentra seguro en ninguna parte y que no es reconocido como par por nadie, algo que también les ocurre a todas las personas que viven bajo la discriminación por su origen étnico o situación social. La crítica es tal, que las imágenes van siendo interrumpidas por los créditos de la película, como diciendo que en realidad, esto ya no vale la pena y no es necesario seguir hablando de esta historia.



En tiempos en los que el concepto de “autor” se concibe a como un vendedor de mercancías, el cine de Romero emerge como un buen ejemplo de arte termita, de aquel que se mete entremedio de las estructuras y las va horadando para convertirlas en otra cosa, “una inmersión de lombriz en un área pequeña, sin destino o fijación, y sobre todo, la concentración en incidir en el momento sin aportarle glamour, pero olvidando este logro tan luego como ha ocurrido”[3]. La aparición de su cine, creando un género nuevo, parece inocente a primera vista, pero transcurridos los años, es innegable su presencia y su permanente trascendencia en la forma en la que entendemos esta área del audiovisual.

(Este texto fue presentado en el Diplomado "Teoría y Crítica de Cine" de la Pontificia Universidad Católica de Chile, año 2016)




[1] Martin, Adrian. “¿Qué es el Cine Moderno”. Pag 30.
[2] Martin, Adrian. Ibid. Pag 44
[3] Farber, Manny. “Arte Termita contra Arte Elefante Blanco”, en http://www.lafuga.cl/arte-termita-contra-arte-elefante-blanco/716

miércoles, 20 de abril de 2016

Lorenzo´s Oil (1992): Dentro de la cabeza de George Miller

Si no hubiese sido por Mad Max Fury Road, nada de esto hubiese pasado, pero tenía que pasar porque el destino está escrito y una no elige de quien se enamora. Así es la cosa no más. Si no hubiese sido por Mad Max, yo jamás me hubiese vuelto loca viendo toda la filmografía de George Miller ni le hubiese pedido matrimonio por tuiter. ¿No me cree? Acá está la prueba:

No me respondió, ¡pero hice el intento!

Pero bien. Pese a que la filmografía del australiano no es muy extensa, me ha costado ir viendo cada una de ellas, lo que de todas formas ha sido una buena forma de ir revisando de a poco sus entregas. Y en este tiempo, si hay algo que no pongo en duda es que efectivamente Miller nos ha estado contando la misma historia desde el principio, con personajes que inician caminos en busca de la redención y la comprensión del mundo que los rodea. Podría explayarme con eso, pero honestamente, ahora tengo más ganas de hablar de esta película. Lo dejaremos para otra ocasión.

La última película de Miller que tuve oportunidad de ver fue Lorenzo´s Oil, (1992) que en Chile fue exhibida con el nombre de "El Milagro de Lorenzo", filme que retrata el trabajo de dos padres por poder comprender y curar la enfermedad de su hijo. Está protagonizada por Nick Nolte y Susan Sarandon y el guión es, como suele ser, del mismísimo George Miller.



Para variar, a simple vista cuesta entender que el director y guionista de Mad Max haya hecho otras películas como Happy Feet (2006) o Babe en la Ciudad (1998) y en este caso, la temática de enfermedades en niños también parece estar alejada de lo que vimos de este director en un inicio. Sin embargo, desde la primera imagen podemos ver como la historia de Miller nos va a introducir en códigos que no se ven recurrentemente en este tipo de películas. Lorenzo´s Oil no nos va a hablar desde la lástima y la complacencia, sino que desde el terror que provoca hablar de cosas que no conocemos. Y en este caso, empatizaremos tanto con sus protagonistas, que recorreremos el camino con ellos, viviendo los mismos temores.

Lorenzo es un niño que vive junto a sus padres y que a primera vista ha podido tener oportunidad de conocer otras realidades que van más allá de la nariz gringa ("exóticas" les llaman ellos). Todo parece estar bien con él, hasta que se levanta la voz de alerta cuando Lorenzo comienza a tener conductas que hasta ese momento no ha tenido, mostrándose arisco y violento con sus compañeros de clase. Ni sus padres ni nosotros como espectadores conocemos el origen de ese comportamiento, y la ventana entre los primeros síntomas y la revelación de las causas de ello son de una tensión dolorosa y angustiante.



Todo esto que estoy contando aquí, si hubiese sido escrito y dirigido por alguien más (estoy pensando en Spielberg o Eastwood, tan dados a las lágrimas ajenas), no hubiese tenido el terrible efecto que tiene de la mano de Miller. Porque lo quiera o no (más queriéndolo, creo yo), siendo una película de enfermedades, Lorenzo´s Oil es una película entregada como un filme de terror.

La forma en la que Miller trata la enfermedad es magistral, porque al igual que los padres de Lorenzo, ninguno de nosotros sabe de que se trata esto. Todo es desconocido, no podemos culpar a nadie, es algo que jamás hemos visto y vivimos el proceso con ellos. Lorenzo podría estar enfermo de algo incurable o poseído por el diablo; da lo mismo. Miller se encarga de hacernos caer en ese juego con intensidad, precisión y verdad, elementos que vienen a ser las marcas registradas de este director.

Con la economía a la que nos tiene acostumbrados, el director lleva el compás de la película sin subestimar al espectador. Tema complejo, porque Lorenzo´s Oil podría haber caído en la entrega de datos médicos difíciles de seguir, considerando que está basada en una historia real y que además, George Miller es médico, por lo que el lenguaje no le es desconocido. Entramos en este mundo de a poco, y como en todas las películas de terror, desenrollamos el caos en conjunto con sus personajes.



Tanto Sarandon como Nolte son actores reconocidos, a los que vemos actuar con la intensidad requerida. Se les ve compenetrados y cómplices, incluso en los momentos en que sus personajes no logran comprenderse entre ellos. Los padres de Lorenzo son una unidad con un objetivo claro, cosa que al parecer en la vida real también fue así, pero que también responde a la forma en la que Miller realiza sus películas. Nada de escenas de más, ninguna "puntada sin hilo", todo por una sola causa, redondo y completo. Es con ese espíritu que además este filme tiene el final más inmensamente poético que he visto en una película de estas características, si es que se puede decir así.

Siento que cada una de las obras de Miller son partes de un engranaje destinados a mostrarnos una obra mayor, a la que tal vez aún no tenemos acceso. Lorenzo´s Oil, un filme que ya tiene casi 25 años, nos muestra que el registro puede ampliarse, pero que la convicción de como el director puede hacer cine y su marca personal es algo que jamás pasará por alto. Y por George, no saben como agradezco eso.