miércoles, 19 de agosto de 2020

Tres tristes tigres / Raul Ruiz

 La inquietud por encontrar al país es algo que nos obsesiona a varios de quienes nacimos y vivimos en Chile. Este país definido “apenas como paisaje” por Nicanor Parra se nos escapa desde un mestizaje no asumido, la existencia del huacho, la mirada reverencial hacia el patrón y otros conceptos que nos han cruzado durante 200 años.


Si alguien desde el audiovisual fue capaz de dar cuenta de esa vivencia, fue Raúl Ruiz. Su carrera fue exitosa en Europa, mientras que en Chile seguía creciendo como leyenda. Sin embargo, antes de que Raúl se convirtiera en Raoul, fue capaz de entregar un atisbo de lo que años después podemos entender como “lo chileno” en una sola película, que en su primera etapa de exhibición tuvo menos de veinte mil espectadores. La historia es un recorrido siguiendo a tres personajes por lugares sórdidos y lúgubres de Santiago, lejos de la postal deseada y que aún es posible descubrir en algunos rincones. Ese encuentro con lo marginal es precisamente lo que hace que Tres tristes tigres haya podido sobrevivir al olvido. El deambular con cierto equilibrio precario por esos límites es algo que sigue presente en nuestra idiosincrasia, en nuestra forma de relacionarnos y por supuesto, en como enfrentamos esas relaciones.

En Tres tristes tigres, la tríada compuesta por Tito, Amanda y Lucho van mucho más allá de los estereotipos a los que hemos estado acostumbrados. Cada uno conforma una manera de ver al país, una forma concertada por los rasgos de histeria que nos gusta exhibir – los que incluso, aunque no queramos, vivimos con algo de orgullo-  sin tener claridad sobre su lugar en el mundo. Ahí es donde Ruiz se emparenta con nosotros; sabiendo quien es, es consciente de la falta de posibilidades de poder entender su propio territorio. Conocemos el quehacer, conocemos el lenguaje y lo recóndito de él, y sin embargo, no podemos darle forma, somos incapaces de comprenderlo. El país surge como un amasijo incomprensible que muta en cada vuelta de esquina, en cada conversación de bar, en cada botella de vino que se destapa.

“Esta modesta película está dedicada, con todo respeto, a don Joaquín Edwards Bello, a don Nicanor Parra y al glorioso club deportivo Colo Colo”, reza el subtítulo inicial de esta película, y me gusta pensar que en él resume todas las pretensiones de su obra. ¿Qué es el país, sino todo lo que uno valora, todo lo que uno respeta? ¿Es esa la invitación de Ruiz en este caso? Si es así, estamos dispuestos a aceptarla.


Cuando todo estaba por hacerse, todo por pensarse, antes de la dictadura y de su exilio, antes de ser Raoul, Ruiz se hizo consciente de lo que significaba el país. Llegó, en esa comprensión, mucho más allá de lo que pudo llegar cualquiera de nosotros. Sin embargo, tal como señaló alguna vez “nunca salió del horroroso Chile”. El país nos sigue pesando como un lastre, y por lo mismo, nos obliga a seguir descubriéndolo.