martes, 27 de diciembre de 2016

“El viento sabe que vuelvo a casa” (2016): Descubrimiento de lo inexplorado


La confrontación realidad-ficción es una de las piedras angulares que muchos críticos han tomado para poder hablar del cine documental. Desde el supuesto de que lo documental debe estar ceñido exclusivamente a la realidad, se realizan análisis de obras, dotándolas de valor desde esa configuración. Por lo mismo, cuando alguna obra audiovisual no se encuentra dentro de esas casillas, llama a la revisión y el debate. “El viento sabe que vuelvo a casa”, la más reciente película de José Luis Torres Leiva, se encuentra circunscrita en ese ámbito: Una historia que desde la supuesta búsqueda de actores para el casting de una película, nos permite recorrer la verdad y por qué no decirlo, la intimidad de las personas que se entrevistan. Todo esto, en el marco de la isla de Meulín, en el sur de Chile, un territorio que para la mirada más centralista, sigue siendo inexplorado. Una porción del país que aún no se conoce, con seres humanos que difícilmente podemos encontrar en el cotidiano, y que Torres Leiva, a través de su filme, hace que se vuelva un poco más familiar.



Con esto, nos enfrentamos a dos polos de análisis: por una parte, la pertinencia de un documento audiovisual que en su base habla desde lo falso; Ignacio Agüero interpreta a un cineasta que busca actores para un proyecto cinematográfico que jamás se realizará, pero que sin embargo, en su recorrido va encontrando testimonios y formas de hacer que son reales. Es decir, el contexto para el documento que veremos como espectadores es falso, pero la respuesta a ese contexto es real. Los entrevistados, habitantes de la isla, hablan desde lo que conocen y exponen su realidad. La sorpresa y encanto de los espectadores al enfrentarse a la obra, también lo es.


¿Es la respuesta de los entrevistados en este caso una reacción acomodada al contexto? Al respecto, Bill Nichols señala “Puesto que el documental no aborda el espacio ficticio de la narrativa clásica, sino un espacio historiográfico, prevalece la premisa y asunción de que lo que ocurrió frente a la cámara no se representó en su totalidad pensando en la cámara. Habría existido, los acontecimientos se habrían desarrollado, los actores sociales habrían vivido y se habrían representados a sí mismos en la vida cotidiana con independencia de la presencia de la cámara” . Asumimos que es real porque la dinámica lo permite, pero también porque en el recorrido comenzamos a conocer a los personajes y de alguna forma sabemos que lo que nos transmiten viene de sí mismos. Sin embargo, el mismo Ignacio Agüero en una entrevista reciente nos advierte: “En el cine nada es verdad, pese a que al mismo tiempo hay una referencia al mundo real y al mismo tiempo está proponiendo otro mundo” . Es una realidad filtrada por la visión del director y su montaje, sin que eso elimine el valor de lo que estamos viendo.


Otro polo relevante en esta obra es el ejercicio realizado por Torres Leiva al traer a nuestro imaginario un territorio que como se señaló anteriormente, sigue apareciendo como un lugar sin explorar. Remitiéndose a las epopeyas clásicas, el protagonista se embarca para conocer el mito, pero también para instalar uno propio; la historia que pretende filmar se basa en un cuento inventado por Torres Leiva, acerca de una pareja que escapó de la isla sin que se volviera a saber de ellos. Más allá del esfuerzo del protagonista por hacer creíble su historia para los habitantes de la isla, lo que va conformando es un corpus de historias que parecen sacadas de cuentos folclóricos. Aquí, las personas entrevistadas cumplen un rol fundamental, permitiendo desentrañar el misterio del lugar donde viven. Sin embargo, esta entrega y esa apertura a dar a conocer sus sentimientos no sería posible si no lo hicieran desde el lugar que les es más familiar: sus propias casas.


No es casual que prácticamente todas las entrevistas de este documental se realicen en las casas de las personas. Salvo uno de los casos (que al final, de todas formas vemos caminando por el campo hasta su refugio), todas las entrevistas se desarrollan en los lugares que habitan.

Bachelard señala que “La casa es nuestro rincón en el mundo, es –se ha dicho con frecuencia- nuestro primer universo”  y continúa diciendo “En esas condiciones, si nos preguntaran cuál es el beneficio más precioso de la casa, diríamos: la casa alberga el ensueño, la casa protege al soñador, la casa nos permite soñar en paz” . Los entrevistados tienen esa relación, nutren sus recuerdos desde el lugar que habitan e incluso, cuando no están en ella, la añoran. Generan esa relación para hablar de sus obsesiones y de esa forma, cada casa se transforma en un microcosmos. Por lo tanto, lo que Torres Leiva y su protagonista nos traen de vuelta no es solo la hermosa isla de Meulín y sus habitantes, sino que también, una decena de pequeños universos que conforman el lugar. Desde acá, los espectadores estamos lejos de poder apropiarnos de ellos, pero finalmente, logra poner en el mapa mental la existencia de personas que eventualmente pueden pensar distinto a nosotros, pero que forman parte de la misma idiosincrasia.



El documental, desde su técnica y sus posibilidades, nos permite aprehender el entorno de una manera que mediante otros medios, no hubiésemos podido conocer. Opera como una ventana hacia el mundo externo, hacia lo que comprendemos como el mundo real, pero también nos permite hacer un recorrido hacia el interior y hacia lo que somos. El trabajo de Torres Leiva en este caso se convierte en el gran recopilador de historias, reconociendo que cada pueblo y cada comunidad tienen una poética específica, una forma de enfrentar la realidad y de transmitirla que es propia de cada lugar. En un país como el nuestro, en donde eso se profundiza tanto por lo extenso del territorio como por la multiplicidad de orígenes que se presentan, resuena como una forma de levantar y conocer el lugar que habitamos, para apropiarnos del él y recobrar el sentido que Gabriela Mistral le da en el prólogo de “Chile o Una Loca Geografía” La tierra siempre fue el Gran Ídolo, como que ella es la bandeja en que se asientan todas las demás adoraciones humanas.



(Texto presentado en el Diplomado de Teoría y Crítica de Cine, Pontificia Universidad Católica de Chile, diciembre de 2016)