miércoles, 19 de agosto de 2020

Tres tristes tigres / Raul Ruiz

 La inquietud por encontrar al país es algo que nos obsesiona a varios de quienes nacimos y vivimos en Chile. Este país definido “apenas como paisaje” por Nicanor Parra se nos escapa desde un mestizaje no asumido, la existencia del huacho, la mirada reverencial hacia el patrón y otros conceptos que nos han cruzado durante 200 años.


Si alguien desde el audiovisual fue capaz de dar cuenta de esa vivencia, fue Raúl Ruiz. Su carrera fue exitosa en Europa, mientras que en Chile seguía creciendo como leyenda. Sin embargo, antes de que Raúl se convirtiera en Raoul, fue capaz de entregar un atisbo de lo que años después podemos entender como “lo chileno” en una sola película, que en su primera etapa de exhibición tuvo menos de veinte mil espectadores. La historia es un recorrido siguiendo a tres personajes por lugares sórdidos y lúgubres de Santiago, lejos de la postal deseada y que aún es posible descubrir en algunos rincones. Ese encuentro con lo marginal es precisamente lo que hace que Tres tristes tigres haya podido sobrevivir al olvido. El deambular con cierto equilibrio precario por esos límites es algo que sigue presente en nuestra idiosincrasia, en nuestra forma de relacionarnos y por supuesto, en como enfrentamos esas relaciones.

En Tres tristes tigres, la tríada compuesta por Tito, Amanda y Lucho van mucho más allá de los estereotipos a los que hemos estado acostumbrados. Cada uno conforma una manera de ver al país, una forma concertada por los rasgos de histeria que nos gusta exhibir – los que incluso, aunque no queramos, vivimos con algo de orgullo-  sin tener claridad sobre su lugar en el mundo. Ahí es donde Ruiz se emparenta con nosotros; sabiendo quien es, es consciente de la falta de posibilidades de poder entender su propio territorio. Conocemos el quehacer, conocemos el lenguaje y lo recóndito de él, y sin embargo, no podemos darle forma, somos incapaces de comprenderlo. El país surge como un amasijo incomprensible que muta en cada vuelta de esquina, en cada conversación de bar, en cada botella de vino que se destapa.

“Esta modesta película está dedicada, con todo respeto, a don Joaquín Edwards Bello, a don Nicanor Parra y al glorioso club deportivo Colo Colo”, reza el subtítulo inicial de esta película, y me gusta pensar que en él resume todas las pretensiones de su obra. ¿Qué es el país, sino todo lo que uno valora, todo lo que uno respeta? ¿Es esa la invitación de Ruiz en este caso? Si es así, estamos dispuestos a aceptarla.


Cuando todo estaba por hacerse, todo por pensarse, antes de la dictadura y de su exilio, antes de ser Raoul, Ruiz se hizo consciente de lo que significaba el país. Llegó, en esa comprensión, mucho más allá de lo que pudo llegar cualquiera de nosotros. Sin embargo, tal como señaló alguna vez “nunca salió del horroroso Chile”. El país nos sigue pesando como un lastre, y por lo mismo, nos obliga a seguir descubriéndolo.  

viernes, 22 de noviembre de 2019

Todos los días D.E.






Hoy es un día indeterminado después del estallido. No sé cuantos días han pasado y no quiero contarlos. Hemos visto cosas que no creerías y otras apenas las hemos logrado conocer a través de lo que nos dicen nuestros amigos y sus capturas en video. "Ayer tuvimos un guanacazo en la librería" "Los pacos están disparando al cuerpo" "Por allá no, los pacos están encajonando" "Hubo gente que tuvo que tirarse al río". Una piensa en que algo hay ahí, una matrix con una realidad que parece que estuvo ahí siempre, pero que no mirábamos. Que no puede ser casual. Que es imposible que todo esto no se haya orquestado siempre y de manera habitual, que debe formar parte de alguna estrategia infame.

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Anteayer recibimos el informe de Amnistía Internacional sobre violaciones a los Derechos Humanos. El informe fue lapidario en sus cifras. Sin embargo, un dato me quedó dando vueltas: este tipo de violaciones no son inusuales en nuestro país.
¿No lo son? ¿Donde estaban?
En lugares lejos del centro. En la Araucanía. En comunidades que pelean desde hace años por el agua. En las zonas de sacrificio. La violación sistemática de los DDHH en Chile no ha parado jamás, sólo que no la veíamos, o no queríamos verla. Los medios para informarnos - en mi caso, twitter principalmente - tampoco daban cuenta de ello. La vida cómoda con queso y vino me había obnubilado. Y si eventualmente nos enterábamos de algo, eran hechos que estaban pasando en otro lugar, en otro territorio.

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Pienso en eso todo el tiempo. Nunca comprendimos al país como un territorio propio, con gente y costumbres que nos pertenecían a todos de igual forma. Nunca pudimos comprenderlo. Siempre vivimos en el metro cuadrado, estableciendo relaciones con pares, porque así es como se dan las cosas en una sociedad altamente segregada. Nos juntamos con nosotros mismos y tenemos la osadía de sorprendernos cuando tenemos amigos en común.

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Hace alrededor de 10 días, nos entusiasmamos. Sentimos que podíamos cambiar algo desde la razón. Nos organizamos en cabildos, sin dejar las calles. Surgieron ideas, quisimos aprender más. Preguntamos y volvimos a preguntar. Nadie tiene miedo de no entender las leyes; queremos saberlo todo, ¡el argumento es nuestra arma! Una fuerza renovada para poder ir hacia el país que nos gustaría armar para todos.

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Mientras eso pasa, ellos dicen que estamos equivocados, que el acuerdo para un nuevo pacto social no dice exactamente lo que creemos que dice, y de paso, sus fuerzas de orden siguen torturando, violando, matando, mutilando, persiguiendo, deteniendo sin sentido. El gobierno desapareció y estamos en manos de psicópatas. El gobierno se quitó la máscara y se hizo uno con sus psicópatas de turno.

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Los cantos siguen allá afuera. Cacerolazo de número incierto. En mi barrio, las aspas de los helicópteros se confunden con el ruido de las micros color verde aturquezado. Llevamos un mes y no quiero acostumbrarme, pero ellos siguen formando parte del paisaje.
Se vienen muchos meses como este.





martes, 22 de octubre de 2019

Santiago de Chile, Octubre de 2019 / Primera parte


          Las explicaciones de este caso.

La última vez que tuve intenciones de escribir una crónica detallada lo que estaba pasando fue en el verano de 1997. En enero de ese año, mi amigo Juan Pablo desapareció del campamento donde estaba haciendo su servicio militar de verano. Lo encontraron tres días después, con signos de golpizas, asesinado. No pudimos ver su cuerpo. Sus compañeros no dijeron nada. Hasta hoy no sé quién lo mató.

La crónica que comencé a escribir en ese momento tenía por finalidad explicarle a Juan Pablo todas las cosas que habían pasado desde que supimos de su desaparición hasta que lo encontráramos. Pensé que sería lindo para él leer de primera fuente lo preocupados que estábamos por él. Cuando su cuerpo apareció, rompí el registro. Fue un tremendo error, porque por más que lo intento, no puedo acordarme de cómo me sentía en esos momentos. Recuerdo el sentimiento posterior – me ha acompañado por 22 años – pero no puedo recordar el durante.

Asumiendo que incluso las cosas más escalofriantes pueden ser olvidadas, decido teclear. Para que no se me pase, para sacar afuera, pero por sobre todo, para hacerme responsable de esta realidad que vivimos y de la que probablemente, también tengo un grado de culpa.

Los viernes siempre son buenos viernes

En la burbuja que habito, los viernes siempre son buenos viernes. Salgo temprano, puedo almorzar algo largo, beber vinito a esa hora, estirarme, pensar y casi siempre hay algo que hacer con amigos en la noche. En estos momentos, tengo organizado un ciclo personal con películas de Martin Scorsese que vemos los viernes o los sábados. Este viernes es 18 de octubre y junto a Hugo Riquelme haremos una charla sobre Comics y Cine. Uno de mis críticos de cine favoritos me llama para decirme que no puede asistir a esa actividad. Me pone contenta saber que al menos tiene ganas de ir.

Termino mi trabajo, voy al Cantábrico y me como una cazuela y un litro de malta con Hugo. Caminamos, quiero comprarle un regalo a mi novio que pronto estará de cumpleaños. Vemos pasar un grupo de mujeres muy jóvenes gritando en dirección contraria a la nuestra. El grito es “Evadir, no pagar, otra forma de luchar”… cierto, pienso. Están evadiendo. Ellas y ellos están evadiendo el pago del pasaje del metro. Detrás de ellas, un carro lanza agua y algo que parece ser una bomba lacrimógena.

Con mi amigo comentamos lo interesante que es este movimiento. Nos pone contentos que haya algo de disconformidad en el ambiente. Somos una sociedad conscientemente adormecida, centrada en el gasto y en el lujo, en el sobre consumo, la parafernalia y el espectáculo. Lo sabemos y lo vivimos todos los días con la entrega del enfermo terminal que no tiene nada que perder. Algo de agitación por parte de los jóvenes puede venirnos bien, pienso. Estamos viendo la punta del iceberg, insisto

El iceberg al que me refería tuvo un rápido desprendimiento durante esa tarde. Manifestaciones en Plaza Italia y varios contingentes de carabineros que de a poco fueron generando una, dos, tres explosiones de gente en la calle, en el metro, en las micros. Vuelan las bombas lacrimógenas. Mi fuero interno siempre ha sido claro al respecto: Odio las lacrimógenas, me caen mejor las molotov. La provocación del estado siempre es mayor a la reacción del pueblo. Volvemos al lugar donde haremos la charla y decidimos hacerla de todas formas. La manifestación hasta este momento no se diferencia particularmente de otras, pero hay algo dando vueltas en el ambiente. Huele distinto, se ve distinto. 

Se viene la noche, volvemos a casa. Con mi novio vivimos a 10 cuadras del centro de Santiago y ese día nuestros amigos nos llevan a todos en su automóvil. Somos privilegiados cuando llegamos a casa, destapamos una cerveza y seguimos conversando sobre lo que está pasando. El presidente dice algo en pantalla, lo mismo que seguirá diciendo durante al menos los cuatro días siguientes.

La noche resultó ser un poco más larga de lo que teníamos planificada


 No pasa hasta que te pasa

No puedo evitar seguir pensando en las ratas de La Peste, de Albert Camus. Una rata, dos ratas, diez ratas que asomaron para advertirle al pueblo de Orán que venía la peste. Nadie las vio hasta que la enfermedad emergió por todos lados. El pueblo de Orán se contaminó por no querer hacer caso a las señales.

El sábado 19 de octubre de 2019 en la mañana había noticias alarmantes, pero decidimos salir igual. Era un día tranquilo, había algo de sol, era mañana de entrenamiento funcional. Con mi novio vamos a Barrio Italia. Vemos libros ilustrados, pienso en nuevos regalos de cumpleaños. Volvemos por Santa Isabel. Se escuchan los primeros cacerolazos. Tengo hambre. Almorzamos.

Vamos camino a casa y vemos una columna de gente caminando por la alameda. Queremos participar, corremos, viene una nueva lacrimógena. Pica, todo pica. Seguimos corriendo. Nos han entrenado bien para eso.

Sigo sintiendo que hay algo más aquí. Sé que el sistema no sabe operar de otra forma que no sea reprimiendo. Pedro me propone comprar alimentos no perecibles “en caso de que pase algo”. Me parece una exageración, pero decido hacerlo de todas formas.

¿Qué tan incorporada tengo que estar al engranaje para no asumir en ese punto que ya no va a haber retorno?

Todos quienes nos criamos en dictadura tenemos una idea tenebrosa sobre lo que significa un toque de queda. Todos compartimos un miedo primordial respecto a lo que pueden hacer las fuerzas armadas y la coerción de nuestras libertades. Pero ese sentimiento es apenas un atisbo, algo que mínimamente podemos imaginar. Si no lo veo, no lo creo. Nos criaron para además tener miedo. Niños de 42 años que siguen pensando que hay gente a la que hay que tratar de “usted”.

El anuncio del toque de queda nos golpea en demasiados lugares que no conocía. Lloro con impotencia. Pienso en las elecciones, pienso en la gente a cargo, pienso en mis padres. No me atrevo a llamarlos por teléfono, porque siento, de alguna forma, que si ellos tienen que volver a pasar por esto, es porque mi generación no fue capaz de impedirlo.


martes, 20 de agosto de 2019

Como desees: Un cuento de conmemoración.


Hace un tiempo atrás, los compañeros Daniel Leal y Hugo Riquelme me lanzaron un desafío: Escribir un texto acerca de uno de los brujos australes de mi amigo Carlos Andueza. El brujo escogido fue precisamente, una propuesta que le lancé yo misma; un brujo con el poder de un kraken, de poder enorme y que fuera más allá de lo comprensible. 
El resultado de ese experimiento fue este cuento, que fue presentado en el programa "¿Y tú que harías?" de Radio Hobby FM. Lo muestro hoy porque es el aniversario de Lovecraft y porque de alguna forma, no puedo deshacerme de la influencia de mis autores favoritos. Con todo cariño y admiración, este cuento para uds. 




El ojo verde de Ramón se posó directo sobre la línea del horizonte marino. Allí, en ese límite, estaba la respuesta. Estaba seguro de eso, pero su ojo negro, el otro, el atrofiado, no le permitía enfocar correctamente. Como fuera, ahí estaba. Y faltaba poco para que se revelara a todos, creyeran en ella o no.

Mirando el horizonte por un solo ojo, el bueno, el sano, todo parecía accesible, pero cuando intentaba usar los dos ojos, las cosas se volvían difusas. “Ese ojo es obra del demonio” escuchó una vez saliendo de misa con su madre. Por supuesto, la madre, que reconocía el efecto que provocaba esa anormalidad en el resto, lo apartó rápidamente para que no siguiera escuchando los comentarios de los vecinos del pueblo. La gente sentía piedad sólo dentro de la iglesia, donde dios pudiera mirarlos. Afuera, todo era intensamente humano y por lo mismo, no había perdón para él.

Su ojo negro era incómodo, pero su ojo verde era perfecto. A través de él lo veía todo, incluso esas cosas que los otros no querían mostrar. ¿Era alguna clase de poder mágico? Ramón no lo sabía. Pero si sabía algo: la dualidad de su mirada le permitía ver las cosas de dos formas distintas, casi como si fuese dos personas diferentes, aunque el resto no se diera cuenta. Disfrutaba esa sensación de saberse conocedor de algo sobre sí mismo que el resto no podía adivinar. 

Fue precisamente el ojo verde el que alertó sus pensamientos esa mañana. El mar en sus tierras no era como en otras latitudes. Había escuchado sobre un mar tempestuoso allá dentro, que tragaba pescadores, sirenas y piratas, pero acá, en la orilla, el océano apenas se movía. Eso al menos a simple vista, porque allá, al fondo de todo, algo acechaba. El ojo verde podía alcanzar la visión con total seguridad, pero el negro no permitía comprenderlo todo. Lo comentó con su madre.

-          Viene algo madre, lo puedo ver.
-          No hijo. Imposible. Nada viene acá, nunca.
-          Estoy seguro. Lo veo, lo siento.
-          No – esta vez la voz de la madre sonó más dura – deja de pensar en eso. No vendrá nada, ni aunque lo desees.

Ramón no logró ver el temblor de su madre. Su ojo negro la estaba apuntando.

“Ni aunque lo desees”. Su madre le había dicho eso innumerables veces desde su niñez. “Ni aunque lo desees” parecía ser el conjuro que ella había descubierto para coartar todas las acciones de Ramón. ¿Quieres salir del pueblo? Ni aunque lo desees. ¿Quieres conocer los secretos de todos? Ni aunque lo desees. ¿Quieres abandonar tu hogar? Ni aunque lo desees.

Algo venía, algo que él no podía comprender. Consultó con las mujeres de la orilla del mar, las que recogían algas. “¿Han visto algo inusual en los últimos días?” Nada, las mujeres apenas contestaron. Una chica le comentó que era normal en esta época del año creer ver cosas, había barcos que pasaban rumbo al puerto principal y las ballenas cruzaban para aparearse. “No debe ser nada, Ramón, usted siempre con esas ideas. Tanto pajarito en la cabeza, debe ser porque nació ahogado” dijo una de las viejas, junto con una risita.

Su ojo verde se posó con furia en la mujer pero su ojo negro se desvió violentamente hacia la derecha. Salió corriendo de ahí.

“Algo viene, algo viene” se repetía.

-          Madre, tienes que prepararte, algo vendrá pronto. 
-          Nunca ha venido nada, deja de pensar en eso.
-          Pero ¿si esta vez si lo hiciera?
-          Ni aunque lo desees
-          ¿Y si lo deseara?

La madre dejó de lado lo que estaba haciendo y lo miró fijamente, como nunca antes.

-          Si lo desearas, tal vez podría venir algo.

Esa noche soñó con la tempestad que nunca había visto, con olas gigantes y barcos arrastrados al fondo del mar. También soñó con mujeres, hombres, niños, ancianos, atrapados por una fuerza incontenible, presas del dolor del agua entrando por sus pulmones. Vio a todo el pueblo desaparecer, mientras él sobrevivía, indolente frente a todos.

Despertó confiado. Si lo deseaba, tal vez podría venir algo.

Se dirigió al borde de la playa y enfocó su ojo verde. Pensó concentradamente en sus deseos: las mujeres burlonas, el cura del pueblo, la gente que lo menospreciaba. Todos ellos caerían sin piedad.

-          Te estoy esperando, ¡VEN A CAZAR CONMIGO!

Algo se movió al fondo del horizonte. Escuchó una voz que venía de más allá, pero que parecía emanar de sí mismo.

-          ¿Estás seguro de lo que deseas?
-          Sí, estoy aquí y estoy seguro.
-          He esperado a que me llames todos los días de mi vida, desde que te concebí. Te di el poder de ver lo invisible. ¿Estás seguro de lo que deseas?
-          Sí, estoy seguro.

La tierra se oscureció y sobrevino un silencio ensordecedor. Un movimiento comenzó de manera imperceptible hasta convertirse en una gran masa móvil, agrietando todas las construcciones y retrayendo el mar hacia el fondo del horizonte.

“¡VEN A CAZAR CONMIGO!” Gritó Ramón una vez más, para ver finalmente, un largo tentáculo ventoso emergiendo del océano.

-          Como desees, hijo mío.

Y la oscuridad sobrevino sobre ese pueblo al que nunca venía nada, en el que nunca pasaba nada.

martes, 5 de septiembre de 2017

It (2017): Los miedos primordiales

La adaptación de novelas al cine ha sido una controversia que se remonta a los orígenes de esta disciplina, sin que esto cambie ni un poco la idea preconcebida de que el libro es mejor que la película. Salvo excepciones honrosas, siempre pareciera que el lector está más dispuesto a seguir defendiendo su obra escrita independiente de las representaciones que vemos en pantalla, como si éstas necesariamente se contrapusieran.

En casos como este, olvidamos que una adaptación es precisamente eso, y pretender ver en el cine exactamente lo que visualizamos en nuestras lecturas no es algo que parezca posible. Las historias desarrollan tantos mundos como lectores, teñidos con nuestras individualidades y prismas. Por lo mismo, el espectador-lector debería aspirar a que los elementos que hicieron de su obra escrita algo querible, se vean referenciados en la representación en pantalla. Y para ser justos, eso es algo que muchas veces se logra, con mayor o menor éxito.

La nueva adaptación de It, novela de Stephen King del año 1986, es una película que se nutre de eso para desarrollar su historia. Probablemente ahí se encuentre la mayor diferencia entre ella y lo desarrollado en la miniserie de 1990, que pudimos ver en televisión abierta y que nos tuvo hablando por años de "el payaso diabólico". El Pennywise de Tim Curry marcó a fuego a la generación noventera y por lo tanto, toda nueva versión de esta historia tendría como referencia a esa imagen. Mirada a la distancia, la miniserie lo tenía todo para ser una buena obra, y resultaba ser notoriamente similar a la novela, pero fallaba en su cinematografía, con actores que no convencían y personajes que a la larga nos parecían incoherentes. Lo mejor de esa miniserie era el personaje de Pennywise, que llenó las pesadillas infantilles de aquellos años. Hay que decir que éramos mucho más impresionables en esos tiempos, pero Curry es un gran intérprete y aquí levantó una puesta en escena que sin él hubiese sido condenada al fracaso. 

Con todo lo anterior, la película que se estrena esta semana tiene la primera virtud de no hacerse cargo de entregas anteriores, y generar una propuesta exclusivamente desde la novela a nivel estético y narrativo. La primera imagen del libro que narra el encuentro de Georgie Denbrough con Pennywise, está desarrollado de tal manera en el filme, que permite al espectador comprender que, antes de todo, el director Andy Muschietti no tiene contemplaciones para contar lo que quiere contar y además, la nostalgia metida a presión a la que nos estamos enfrentando desde hace un par de años no va a tener cabida acá. 

It del argentino Andy Muschietti revisa nuevamente la historia de la pandilla de perdedores encabezada por Bill Denbrough y sus amigos Eddie, Stan, Ben, Beverly, Mike y Richie, todos outsiders, pero no por decisión propia. King creó en su novela una base de arquetipos en donde el color de piel, el género, o la apariencia física se convierten en motivo suficiente para sufrir de maltrato, no sólo por el bully de turno, sino que también por toda la sociedad. Derry, el lugar donde se desarrolla la trama, sufre de apatía y olvido, y por ello, cada desaparición de niños y jóvenes es desechada por la más reciente. Los personajes de la película se sorprenden de ello, porque pese a que estos hechos de muerte se desarrollan en ciclos de estrictos 27 años, todos sus habitantes parecen olvidar esa constante. Es el mal de los pueblos sin memoria, condenados a repetir sus horrores cada vez. 

La pandilla se enfrenta al mal sin adornos. Bill, con la ayuda de sus amigos, busca al responsable de la desaparición de su hermano Georgie, responsable a la cual sólo pueden llamar Eso. No conocen su origen, pero saben que tiene la capacidad de mutar de forma dependiendo de los miedos que presenta cada uno. Aquí es donde el actor Bill Skarsgard (Hemlock Grove) demuestra sus habilidades como intérprete, entregando una criatura que más allá de los efectos especiales, se encuentra a medio camino entre algo real e imaginario, una sensación que también entrega el personaje de King en la novela. El villano de Skarsgard tiene matices que lo convierten en un ente burlón, carismático y aterrador, lo que provoca una sensación en el espectador que lo obligan a acercarse aunque no quiera. Es la personificación de los miedos, que siguen ahí aunque no queramos verlos. Esa dualidad está muy bien puesta en pantalla, y el director la aprovecha haciendo uso de un montaje estirado en algunos episodios para crear mayores dosis de suspenso, sin despojarse completamente del terror de salto. El trabajo del director de fotografía Chung-hoon Chung, que ya había mostrado su maestría en cintas como The HandmaidenOld Boy y Me, Earl and the dying girl, resulta imprescindible para recrear este mundo en donde aunque el sol nace y la vida recién comienza, el terror se hace presente incluso bajo la luz del día. 

Las películas de terror nos han acostumbrado a ciertos códigos que se repiten: la luz es protección, en la oscuridad reina el mal. Muschietti quiebra ese código para recordarnos que el mal y el desamparo están en todos lados, que nuestros miedos pueden aparecer en cualquier momento. La forma en la que opera la novela también tiene que ver con eso, la recuperación de los terrores atávicos a los que nos enfrentamos, a la muerte, el desconcierto, el miedo a crecer, el miedo a olvidar. "Somos chicos, es verano, deberíamos estar divirtiéndonos" es una de las frases que más se repiten en el filme, y hace sentido, pues la mayoría de los miedos de los niños tienen que ver con las proyecciones que los adultos han puesto en ellos. Miedo a enfermarse, a menstruar, a morir, a ser raro. Terrores primordiales que aunque se olviden con el tiempo, emergen en nuestras vidas adultas e interrumpen lo que hemos asumido como normalidad. 

Muschietti desarrolla un filme cautivante, donde cada elemento, incluso la música referenciada de todos los que fuimos adolescentes en 1988, está puesto en su justa medida. Consigue la atención del espectador y muestra respeto y cariño por la obra original. Es de esperar que la segunda parte de esta entrega cuente con la misma coherencia que el director ha logrado demostrar en esta ocasión.






martes, 13 de junio de 2017

Sobre películas favoritas: Gladiador (2000)

Ayer, la crítica de cine Ana Josefa Silva instó a sus seguidores por twitter a enlistar sus películas favoritas. Es difícil, por supuesto, porque si has visto muchas películas en tu vida, lo más probable es que haya muchas que convertimos en nuestras favoritas según etapa vital, recuerdo cariñoso, reminiscencia infantil o mil razones más. Sin embargo, yo estoy segura de que la película favorita es esa que te salta a la cabeza sin tener que esforzarse en pensar en ella. En mi caso, son tres: Los 400 golpes, Mad Max Fury Road (de la que ya he hablado aquí) y Gladiador, de Ridley Scott. 

No voy a hacer un homenaje a la carrera de Ridley Scott - para eso ya tendremos tiempo - pero si me llamó la atención ser tan categórica en mi gusto por Gladiador, porque creo que gran parte de eso tiene que ver con lo mucho que me gustaba la dirección de Ridley Scott en esos tiempos. Un estilo que ha ido cambiando con los años, y que tiene sus ejemplos más claros en Prometheus y su más reciente Alien Covenant; película que ha tenido más detractores que fans, porque si bien su forma de entregar la información y los intereses del director saltan sobre la mesa, es esa sobreexplicación  de todo lo que ocurre en la historia, la que ha generado disconformidad en sus espectadores. 

Gladiador es una película que aún guardaba algo del Scott de los 80´s, ese al que al parecer, le obsesionaba la cantidad de información que podía mostrar en una sola toma. Mi ejemplo favorito de esto, y la razón por la que Gladiador está en mi panteón, es precisamente la escena inicial de esta película (pueden verla directo en Youtube si quieren una pantalla más grande) 





¿Cual es la gracia de esto?. Primero, que Scott se preocupa de establecer leyes y normas de su universo en los tres primeros minutos de su película. La primera imagen, de la mano de su protagonista sobre los campos de trigo, y luego su mirada complacida frente a un pájaro se posa cerca de él, nos habla de un sujeto que está ahí por cosas ajenas a su voluntad. Es su cuerpo el que permanece en Germania, mientras su mente se encuentra en su hogar. Acá, Scott tiene la sutileza de anunciar el nombre del lugar donde se encuentran después de la secuencia de ensoñación de su protagonista, lo que refuerza la idea anterior. 



La cámara se aleja y nos muestra una mejor panorámica, en donde podemos acceder al campo de batalla. Entra un ejercito antes de que veamos que en realidad, es toda la milicia la que se encuentra ahí. A lo lejos, la figura de un dignatario - luego nos enteraremos de que es el mismísimo emperador - observa abatido, ya muy cansado por lo que ha vivido. El protagonista se acerca a un grupo de hombres, que lo escoltan en filas y lo saludan "General". Hay respeto y cariño por él, pero a la vez no estamos en condición de detenernos en agradecimientos; la batalla sigue, y se siguen preparando las armas. 

Esperan las noticias de un emisario, que al volver sobre su caballo (y sin cabeza) da a entender que no habrá acuerdo. "La gente debería saber cuando rendirse" señala el segundo a cargo, pero el protagonista replica "¿Lo sabrías tú? ¿O yo?". Con eso, nos queda la sensación de que el protagonista, además de estar ahí contra su voluntad, es una persona que no se doblega fácilmente. De alguna manera entiende las razones de sus oponentes, independiente de que deba combatir contra ellos.



La secuencia finaliza con una indicación del protagonista: "a mi señal, desaten el infierno". Si, es una frase de manual, muy de guionista en busca de la cita perfecta, pero nos da la posibilidad de entender que además, el protagonista es un personaje al que se le respeta porque ha logrado establecer códigos con sus soldados y disponer de cierta complicidad con ellos, característica que le servirá durante los próximos 115 minutos de metraje. Llevamos 3 minutos con 55 segundos de película y ya tenemos claridad sobre quien es este personaje, cual es su temple de ánimo, que cosas podemos esperar de él y cuales no. Scott, que en estos tiempos economizaba de manera exquisita el uso de sus imágenes, se las arregla para entregarnos todas las razones por las que podemos empatizar con Máximo Décimo Meridio. 

¿Es esta la razón por la que me gusta tanto Gladiador? Posiblemente si. Pero también porque Scott -que en esos tiempos al parecer era mi director favorito - incorpora tantas capas posibles de revisar, que la película se convierte en más que una secuencia de imágenes para ser una experiencia en donde podemos escarbar cada elemento que nos entrega, a tal punto que cada visionado puede ser una experiencia distinta.



Hay una versión de Gladiador con imágenes extendidas, que comienza con Scott declarando "este no es el corte del director" y al verla, por supuesto que nos hace sentido. Las escenas extendidas no hacen más que explicar cosas que antes el director había evidenciado con un guiño, una mirada o un color determinado. Es de cuando Scott aún nos tenía algo de confianza como espectadores. Ahora no, y no me cabe duda de que la forma en la que dirige tiene que ver con esa absoluta desconfianza, suponiendo que no somos capaces de comprender lo que nos está diciendo. No puedo pelear con él por eso, aunque me gustaría volver a ver el ritmo que le imprimió a películas como Alien. 

Sin embargo, siempre le estaré agradecida por Gladiador



viernes, 6 de enero de 2017

Mad Max Fury Road: Acerca de ella y su Black and Chrome




Hablemos del contexto: Atestígüenme

Hace un poco más de un año tuve una revelación. Hay gente que vive ese proceso de distintas formas. Hacen un viaje, se enamoran, estudian, cualquier cosa que involucre cambio. Yo, que soy un ser humano extremadamente simple, tuve esa experiencia con otra cosa; una película controversial que desde sus inicios hizo que la gente se dividiera entre quienes la amaron y quienes la odiaron. Por supuesto, pertenezco al primer grupo, porque desde el inicio no podía creer lo que estaba viendo: Mad Max Fury Road, dirigida por George Miller, era la obra maestra definitiva, la película que siempre estuve esperando y que me hizo entender mi vida como cinéfila hacia adelante y hacia atrás.

Con estos antecedentes, he visto esta película al menos 20 veces, en distintos formatos y con distintas experiencias. Con amigos que me han dejado hablar durante toda una exhibición, explicando cuales son las cosas que más me gustan de ella. Sola, atrapando  los subtextos de la historia para que no se me olviden. En la micro. En el metro. En megapantallas, en el celular, en todos lados. Gracias a esa película abrí una ventana para conocer la obra de George Miller y ahora soy una fanática de todo lo que tenga su firma.

En este caso, están dados todos los tics que Miller considera parte de su obra en general. Mad Max Fury Road está concebida como una ópera - arte que claramente Miller adora, con decenas de referencias a ella en toda su filmografía - en que cada movimiento responde a otro anterior y lleva un ritmo que no siempre se ve en películas “de acción”. Hay tanto de crítica social, perspectiva de género y debates sobre el sentido de la realidad en ella, que el que quiera adentrarse en ese mundo va a encontrar mucho más que lo que les ofrece esta -  a primera vista-  convencional historia sobre una ida y una vuelta. Pese a este prejuicio, es necesario decir lo siguiente: Los grandes mitos de la humanidad están concebidos sobre esa base; los que se van jamás son los mismos cuando vuelven y aquí, las bellas parideras de Immortan Joe vuelven convertidas en otra cosa. Ellas viven un antes y un después y nosotros, como espectadores, vivimos lo mismo.

Por si a alguien no le ha quedado claro, entonces, lo reitero. La cinéfila que hace más de un año vio  Mad Max Fury Road no es la misma que escribe este artículo el día de hoy, porque precisamente, yo también tuve una historia de ida y vuelta con ella.

Sobre la historia: Vivo, muero y vuelvo a vivir

En esta película, George Miller retomó a su primer personaje, el primero de su historia como cineasta para crear una nueva historia ambientada y basada en las andanzas de Max Rockatansky, el “Loco Max”, quien vive en una sociedad donde la violencia es algo de todos los días. Esta visión apocalíptica, con un sistema donde la vida de los otros no vale nada, es algo que con el correr del tiempo se ha ido normalizando hasta un punto en que los malignos “dueños de la carretera” que conocimos en 1979 parecen ositos de peluche comparados con la realidad que enfrentamos diariamente en distintos lugares del mundo. Treinta y cinco años después, la violencia ya no nos afecta como antes, sobre todo porque el desprecio por la vida humana ha ido escalando a niveles que el inocente George ni siquiera podía imaginar en esos tiempos.



Desde este cambio en los tiempos que vivimos, Miller nos entregó su película cumbre. Un filme que puede ser leído como el cúmulo de las obsesiones del director, dadas las innumerables referencias visuales que antes habíamos visto en su obra, la cual incluye películas familiares (Babe en la Ciudad, Happy Feet 1 y 2), thrillers (Lorenzo´s Oil) y comedias (Las Brujas de Eastwick). En todas ellas se repiten sus figuras predominantes frente a la multitud, el público enfervorizado, sus mujeres resueltas y en proceso de descubrimiento, pero también, la soledad, el sentido de pertenencia, la búsqueda de la utopía y de lo ideal. Todos estos elementos están presentes en sus filmes y aquí dibujan una historia que va más allá de lo lacónico de sus personajes.

Ahí donde las palabras pueden ser malinterpretadas, las actitudes de cada personaje nos muestran desde el principio que cosas son capaces de hacer y cuáles no. Tal vez en este sentido, lo que sucede con las esposas de Immortan Joe da una mayor cuenta de este viaje de ida y vuelta, ya que si bien desde el principio sabemos quiénes son y qué es lo que quieren – La búsqueda de las “Muchas Madres” juega un papel fundamental en esta historia- es durante este viaje de ida en donde cada una va tomando su forma definitiva. Es como si Miller fuese consciente de esto y reconociera los múltiples escollos que lo femenino debe enfrentar para llegar a expresarse en su totalidad. Por esto, el encuentro final con las “Muchas Madres”, mujeres que han optado por resolver su realidad y enfrentarla de la mejor manera posible, opera como un espejo para las parideras, quienes logran asumir quienes son y cómo pueden seguir adelante.



Referente a esto, la idea del Edén en la que se transforma la ciudadela de Immortan Joe se reafirma, siendo un lugar que inicialmente aparece como un centro de opresión para quienes viven ahí (sean conscientes de ello o no) y que posteriormente se transforma en la Tierra Prometida de las parideras, las Muchas Madres y la misma Furiosa, quien actúa como nexo entre estos dos mundos. Aquí las creencias deben ser reformuladas, porque por una parte, el hecho de volver a lo que hasta antes fue considerado “el hogar” supone una derrota para Furiosa. La figura divina de Immortan Joe, dueño absoluto de la ciudadela y que ostenta uno de los tres poderes fundamentales del universo que se nos presenta – junto al “Granjero de Balas” y el “Antropófago”, un capitalista al que dada su condición de tal, no duda en "devorar" hombres – es temida como cualquier dios en cualquier religión y su condición de “inmortal” no hace más que seguir haciendo referencia a ello.

En quien vemos mejor reflejada esta situación es en el personaje de Nux, un joven “middle-life” que diariamente debe recibir transfusiones de sangre para seguir viviendo. La única forma de comprender su fe está dada por las múltiples plegarias que recita durante su ida a la batalla y que ya se han convertido en frases de culto. Nux cree en la promesa de la vida eterna que le ofrece Immortan Joe, hasta que descubre un bien mayor por el que es justo morir. Su sacrificio, entonces, hace referencia a dos tópicos que son tocados por Furiosa y Max en uno de sus escasos diálogos. Por un lado, tenemos la redención, como una forma de encontrar la paz a través del sacrificio por el bien común y por otro, la esperanza, resumida en su propia muerte y la salvación de los sobrevivientes del viaje. Esto se contrapone a las trazas de espiritualidad que presentan el resto de los personajes. Una de las parideras rezando “a quien esté escuchando”, las Muchas Madres capaces de matar pero protegiendo la tierra y las semillas, nos hablan de espacios distintos de fe. Todo lo que hacen estas escenas es mostrarnos un resumen de cómo se manifiestan las personas en su espiritualidad y la forma en la que nos relacionamos con lo humano y lo divino.



¿Cuál es el rol de Max en todo esto? Miller tiene claro que en un mundo lleno de personas que han decidido tomar las riendas de sus vidas, el prototipo del héroe hollywoodense que con su sola presencia salva el día no tiene cabida. Max es un héroe con procesos propios en busca de su propia redención, cuya figura sirve para unir puntos, entregar un relato central y construir en sí mismo el viaje del héroe. Su presencia nos permite entender el horror del universo que estamos viendo a través de las imágenes que lo azotan, todas ligadas a la culpa. Considerando esto, no es extraño que al final de la película Max abandone el lugar. Como en todas las historias de caballeros andantes y samuráis, una vez que la misión se ha cumplido, es necesario retomar el propio camino. Una lección sobre dejar atrás para seguir con el rumbo trazado para cada uno, aunque nos sea desconocido. En tiempos en que además nos negamos a soltar (las cosas, las personas, el poder) esto resulta ser toda una iluminación.

La ausencia el color: Tan brillante, tan cromado.

En una acción que puede parecer incomprensible, George Miller decide editar una nueva versión de su película, esta vez en blanco y negro. Todo parte, según él mismo indica, con una antigua obsesión instalada desde la primera vez que vio su Mad Max en una pantalla en blanco y negro mientras se estaba editando la banda sonora. “¡Esta película debería haber sido filmada así!” declaró en ese momento y ahora, con todos los adelantos técnicos, convierte  a su obra maestra en la película que él siempre quiso ver. Hay algo aquí, una especie de desprecio por todos los progresos que se han alcanzado en el cine, una necesidad por volver a lo original que habla también del profundo amor de Miller por esta disciplina. La búsqueda del encuadre perfecto y la cámara que no se detiene, en el que se desgastan muchos nuevos cineastas no tiene importancia frente a este reflejo de la realidad que nos entrega el director. Miller es un creador que sabe lo que está buscando y no obedece a las nuevas tendencias de lo que llamamos “cine de autor”, aunque él, en estricto rigor, es el más autor de todos.



A través de esta versión, entendemos que lo importante para Miller no tiene que ver con la espectacularidad de la que hablaban las primeras críticas de su película. Es cierto, el filme sigue siendo un colosal espectáculo visual en donde no podemos sacar los ojos de encima de los engranajes, la carretera y la tormenta de arena, sin embargo, las explosiones y todo lo que hizo que algunas personas pensaran en ella como una gran carrera de autitos chocadores ya no están en pantalla, y es más, se ven sublimados por el color que tal como indicó su autor, es “negro y cromado”.  Desde ahí, lo que más sorprende es que ahora podemos captar todas las referencias que usó Miller para su obra, retomando la idea de que detrás de toda esta entrega moderna y acorde a los requerimientos visuales actuales, está un autor con verdadero interés por mostrar una historia llena de contenido.

Leí en alguna parte que la versión de Mad Max Fury Road - Black and Chrome es la película teniendo nostalgia de sí misma. Siento que en realidad, la nostalgia de la que nos habla Miller es acerca de retomar el cine como lo que era antes del popcorn: un arte consagrado a la entretención y al espectáculo, pero también orientado a ser el reflejo de lo que somos. Una disciplina que en algún momento fue el gran hito de la modernidad, pasa a ser el último arte profundamente humano.