Las explicaciones de este caso.
La última vez que tuve
intenciones de escribir una crónica detallada lo que estaba pasando fue en el
verano de 1997. En enero de ese año, mi amigo Juan Pablo desapareció del
campamento donde estaba haciendo su servicio militar de verano. Lo encontraron
tres días después, con signos de golpizas, asesinado. No pudimos ver su cuerpo.
Sus compañeros no dijeron nada. Hasta hoy no sé quién lo mató.
La crónica que comencé a escribir
en ese momento tenía por finalidad explicarle a Juan Pablo todas las cosas que
habían pasado desde que supimos de su desaparición hasta que lo encontráramos.
Pensé que sería lindo para él leer de primera fuente lo preocupados que
estábamos por él. Cuando su cuerpo apareció, rompí el registro. Fue un tremendo
error, porque por más que lo intento, no puedo acordarme de cómo me sentía en
esos momentos. Recuerdo el sentimiento posterior – me ha acompañado por 22 años
– pero no puedo recordar el durante.
Asumiendo que incluso las cosas
más escalofriantes pueden ser olvidadas, decido teclear. Para que no se me pase,
para sacar afuera, pero por sobre todo, para hacerme responsable de esta
realidad que vivimos y de la que probablemente, también tengo un grado de
culpa.
Los
viernes siempre son buenos viernes
En la burbuja que habito, los
viernes siempre son buenos viernes. Salgo temprano, puedo almorzar algo largo,
beber vinito a esa hora, estirarme, pensar y casi siempre hay algo que hacer
con amigos en la noche. En estos momentos, tengo organizado un ciclo personal
con películas de Martin Scorsese que vemos los viernes o los sábados. Este
viernes es 18 de octubre y junto a Hugo Riquelme haremos una charla sobre
Comics y Cine. Uno de mis críticos de cine favoritos me llama para decirme que
no puede asistir a esa actividad. Me pone contenta saber que al menos tiene
ganas de ir.
Termino mi trabajo, voy al
Cantábrico y me como una cazuela y un litro de malta con Hugo. Caminamos,
quiero comprarle un regalo a mi novio que pronto estará de cumpleaños. Vemos
pasar un grupo de mujeres muy jóvenes gritando en dirección contraria a la
nuestra. El grito es “Evadir, no pagar, otra forma de luchar”… cierto, pienso.
Están evadiendo. Ellas y ellos están evadiendo el pago del pasaje del metro.
Detrás de ellas, un carro lanza agua y algo que parece ser una bomba
lacrimógena.
Con mi amigo comentamos lo
interesante que es este movimiento. Nos pone contentos que haya algo de
disconformidad en el ambiente. Somos una sociedad conscientemente adormecida,
centrada en el gasto y en el lujo, en el sobre consumo, la parafernalia y el
espectáculo. Lo sabemos y lo vivimos todos los días con la entrega del enfermo
terminal que no tiene nada que perder. Algo de agitación por parte de los
jóvenes puede venirnos bien, pienso. Estamos viendo la punta del iceberg,
insisto
El iceberg al que me refería tuvo
un rápido desprendimiento durante esa tarde. Manifestaciones en Plaza Italia y
varios contingentes de carabineros que de a poco fueron generando una, dos, tres
explosiones de gente en la calle, en el metro, en las micros. Vuelan las bombas
lacrimógenas. Mi fuero interno siempre ha sido claro al respecto: Odio las
lacrimógenas, me caen mejor las molotov. La provocación del estado siempre es
mayor a la reacción del pueblo. Volvemos al lugar donde haremos la charla y decidimos
hacerla de todas formas. La manifestación hasta este momento no se diferencia
particularmente de otras, pero hay algo dando vueltas en el ambiente. Huele
distinto, se ve distinto.
Se viene la noche, volvemos a casa. Con mi novio
vivimos a 10 cuadras del centro de Santiago y ese día nuestros amigos nos
llevan a todos en su automóvil. Somos privilegiados cuando llegamos a casa,
destapamos una cerveza y seguimos conversando sobre lo que está pasando. El
presidente dice algo en pantalla, lo mismo que seguirá diciendo durante al
menos los cuatro días siguientes.
La noche resultó ser un poco más
larga de lo que teníamos planificada
No
pasa hasta que te pasa
No puedo evitar seguir pensando
en las ratas de La Peste, de Albert Camus. Una rata, dos ratas, diez ratas que
asomaron para advertirle al pueblo de Orán que venía la peste. Nadie las vio
hasta que la enfermedad emergió por todos lados. El pueblo de Orán se contaminó
por no querer hacer caso a las señales.
El sábado 19 de octubre de 2019 en
la mañana había noticias alarmantes, pero decidimos salir igual. Era un día
tranquilo, había algo de sol, era mañana de entrenamiento funcional. Con mi
novio vamos a Barrio Italia. Vemos libros ilustrados, pienso en nuevos regalos
de cumpleaños. Volvemos por Santa Isabel. Se escuchan los primeros cacerolazos.
Tengo hambre. Almorzamos.
Vamos camino a casa y vemos una
columna de gente caminando por la alameda. Queremos participar, corremos, viene
una nueva lacrimógena. Pica, todo pica. Seguimos corriendo. Nos han entrenado bien para
eso.
Sigo sintiendo que hay algo más
aquí. Sé que el sistema no sabe operar de otra forma que no sea reprimiendo.
Pedro me propone comprar alimentos no perecibles “en caso de que pase algo”. Me
parece una exageración, pero decido hacerlo de todas formas.
¿Qué tan incorporada tengo que
estar al engranaje para no asumir en ese punto que ya no va a haber retorno?
Todos quienes nos criamos en
dictadura tenemos una idea tenebrosa sobre lo que significa un toque de queda.
Todos compartimos un miedo primordial respecto a lo que pueden hacer las
fuerzas armadas y la coerción de nuestras libertades. Pero ese sentimiento es
apenas un atisbo, algo que mínimamente podemos imaginar. Si no lo veo, no lo creo.
Nos criaron para además tener miedo. Niños de 42 años que siguen pensando que
hay gente a la que hay que tratar de “usted”.
El anuncio del toque de queda nos
golpea en demasiados lugares que no conocía. Lloro con impotencia. Pienso en
las elecciones, pienso en la gente a cargo, pienso en mis padres. No me atrevo
a llamarlos por teléfono, porque siento, de alguna forma, que si ellos tienen
que volver a pasar por esto, es porque mi generación no fue capaz de impedirlo.
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